viernes, 16 de marzo de 2012

La Puerta de India y la Isla Elefanta


Hitoshi y yo salimos de nuestro hostel con una escueta fotocopia donde se nos indicaba el camino (y el precio) hasta la Churchgate Station, la primera parada de nuestra singladura. Siguiendo tales instrucciones, tomamos un rickshaw cuyo conductor, al ver nuestra fotocopia con las tarifas, desistió de su primera intención de timarnos y nos llevó a la estación de tren más cercana.




Un corto y la verdad que cómodo trayecto en tren nos llevó a la Churchgate Station, una de las grandes terminus de la red de “cercanías” de Mumbai. Se llama así por la antigua puerta de la Catedral de Santo Tomás, que era una de las entradas a la ciudad cuando esta era una urbe amurallada en el siglo XVIII y hasta la mitad del XIX. Ni la muralla ni la puerta existen hoy.




Desde allí cogimos un taxi hasta nuestro primer objetivo: la Gateway of India. Este “Arco del triunfo” es el monumento más famoso de la ciudad de Mumbai y como no podía ser de otra manera, estaba abarrotado de turistas tanto nacionales como extranjeros. Tras superar unas barricadas custodiadas por “mucha, mucha policía”, llegamos a una gran explanada que termina en el puerto llamado originalmente Palla y que se fue corrompiendo al portugués Pollem y al inglés Apollo, aunque otros lo llaman puerto de Wellington… Aquí todo tiene varios nombres.

Más allá de la arquitectura y la Historia, lo que nos llamó primero la atención y capturó nuestros sentidos fue, cómo no, el mar. Creo que para Hitoshi, que es de un pequeño pueblo costero, esto ya de por sí hacía que el viaje mereciera la pena. En verdad, el olor a mar es algo que se aprecia incluso más en India.





Una estatua de Chatrapati Shivaji te da la bienvenida a la inmensa plaza, aunque con su adusto gesto no da una impresión de hospitalidad, precisamente. Shivaji Bhosle fue el fundador del reino independiente de Maratha y es uno de esos gobernantes y héroes militares indios famosos por su lucha contra los Mughals (los mongoles).







Solo unos pasos más nos pusieron enfrente de la famosa Gateway of India, una construcción de basalto de “color miel” de 26 metros de alto, construida a principios del siglo XX. Su arquitecto quiso fundir el estilo occidental con elementos de tradición hindú y musulmana. El monumento conmemora la visita a Bombay del rey Jorge V y la reina María de Teck en 1911. Su nombre hace referencia a que este era el puerto al que llegaban los gobernadores de India, con lo que este punto era lo primero que veían muchos británicos al llegar al país. Pues eso, la “Puerta de India”.




Desde allí salían una pléyade de barcos turísticos que abandonaban en tandas el puerto para adentrarse en el mar. Ni Hitoshi ni yo sabíamos a dónde se dirigían, pero ya comenté que no teníamos ningún plan, así que compramos los tickets y nos embarcamos rumbo a lo desconocido.








La travesía fue larga, con lo que pudimos disfrutar de las vistas, el olor del mar y la brisa marina. Bueno, de esto último solo disfruté yo, porque ya os he dicho que Hitoshi es como una iguana y estaba al borde de la tiritera. Mi amigo nipón disfrutó cuando por fin divisamos nuestro destino que reconocimos enseguida: Elephanta Island.




Como salida de una peli de King Kong, la silueta de esta masa insular de unos 16 kilómetros cuadrados, se nos apareció bailando sobre el horizonte como una grata sorpresa. Habíamos oído hablar de esta ínsula, que era la principal atracción turística de la zona, por eso la reconocimos, no porque pudiésemos ver las monolíticas esculturas de basalto con forma de paquidermos que impresionaron a los portugueses y que inspiraron el nombre de Isla Elefanta. Los elefantes originales ahora descansan en un museo gracias a los ingleses y digo gracias porque los portugueses al tratar de llevárselos, los hundieron en la costa.






Tras atracar, lo primero que ves en el muelle es una especie de trenecito como de parque de atracciones que sirve a los turistas menos andarines para evitarse la caminata de unos 600 metros hasta el inicio de la ladera, al final de la cual se encuentran las famosas Cuevas de Elefanta.  Nosotros, sin embargo, preferimos recorrer el agradable “paseo marítimo” lleno de tenderetes y puestecillos que ofrecían tanto aperitivos y zumos naturales, como piezas de artesanía.

Al llegar a la falda de la ladera, Hitoshi quedó prendado por los restaurantes marineros que allí hacen su agosto todo el año. Es verdad que era la hora de comer y que dada nuestra falta de previsión era nuestra oportunidad, sin embargo yo estaba preocupado por poder ver las cuevas, ya que el último barco que volvía a la ciudad zarpaba en no mucho tiempo. Para Hitoshi la prioridad era comer, pero yo le intenté meter en la cabeza que acelerase su habitual ritmo parsimonioso para comer y así poder verlo todo. Hitoshi se portó, pero siempre se me olvida contar con la lentitud de los camareros indios. De todos modos, la culpa era mía: no es ese bello lugar un sitio para ir con prisas.

Mas con prisas tuvimos que recorrer la aparentemente interminable escalera que lleva a las cuevas. Estaba jalonada de palmeras, tamarindos y árboles del mago, entrelazados con unos toldos que crean la sombra necesaria para detenerse en los miles de tenderetes con más piezas artesanales, bisutería, etc. A mí esas escalera me recordaron a las que aparecen en las pelis chinas de artes marciales y aunque Hitoshi y yo no teníamos que cargar con dos cubos de agua, nuestra carrera contrarreloj también era un buen ejercicio.

Llegamos por fin a Gharapuri (ciudad de cuevas) y allí pudimos relajarnos un poco ante la magnificencia de las cuevas hindúes. Como es común en el subcontinente, las cuevas se usan como templos con imponentes estatuas excavadas en la roca… impresionantes.








No se sabe exactamente ni quién, ni cuándo se crearon las cuevas, aunque se datan entre el siglo V y el VIII de nuestra era. Las figuras originalmente estaban pintadas, pero hoy en día solo podemos ver el basalto desnudo. Las estatuas están algo desmejoradas, no solo por el paso del tiempo, sino también por los arcabuzazos de los portugueses y su tolerancia religiosa.

Sin embargo, nada ha podido mermar la majestuosidad de la gran escultura de Shiva Trimurti, una imagen trina con el Dios flanqueado por Ardhanarishvara (su imagen mitad hombre y mitad mujer) a su izquierda y por Gangadhara (su imagen como río Ganges) a su derecha.  Esta obra se ha convertido en un símbolo del estado de Maharashtra.






No es esta la única cueva hindú y hay además otro par de cuevas budistas y si bien son muy bellas e impresionantes, Hitoshi y yo acabábamos de llegar de las cuevas de Ellora y nuestro cerebro estaba saturado con este tipo de imágenes. Por eso no nos importó mucho el no poder demorarnos en Gharapuri y volvimos dócilmente a por nuestro barco.






Por el camino, el único retraso que tuvimos fueron las necesarias paradas para que Hitoshi fotografiase a los numeroso, traviesos y brabucones monos que menudean en el lugar. La verdad, es que desaparecidos los elefantes, más que Elephanta Island, a mí me pareció que estábamos en Monkey Island y empecé a pensar en la de ingleses que se habría puesto tibios de grog en este lugar.








Gracias a Shiva no me enzarcé en un duelo de insultos con nadie y Hitoshi y yo volvimos al barco disfrutando de los últimos momentos en Elephanta.  Otra refrescante travesía nos devolvió al mismo Mumbai donde llegamos justo a tiempo para ver una especie de cabalgata de carruajes de luz y color que aparcaban enfrente de Hotel Taj Majal y recogían turistas para enseñarles esa parte del paseo marítimo, jalonada de lujosos e impresionantes edificios.






Nosotros decidimos caminar y recorrimos las calles más lujosas de la ciudad hasta que, sin solución de continuidad, nos topamos de nuevo con callejuelas sucias llenas de mercadillos, donde la artesanía india se mezcla con la típica tramoya de un bazar chino. Como nada nos llamó especialmente la atención, tras una frugal cena desandamos el camino hasta nuestro hostel.




Sin embargo, al llegar a nuestra estación, fuimos incapaces de encontrar un rickshaw que no nos pidiese unas cantidades absurdas. En esta ocasión el motivo no era nuestra condición de extranjeros, sino el hecho de que a aquella hora los viajeros se contaban por docenas mientras que los autos escaseaban. Al fin y al cabo, la ley de la oferta y la demanda es más inexorable que la de la gravedad.

Decidimos aventurarnos a volver a nuestro barrio andando, algo que resultó ser una buena idea, primero porque el tráfico de Mumbai, sin ser genial, es más manejable para el peatón que el de Hyderabad y después porque, en India, a cada paso te encuentras una nueva sorpresa. La primera fue una especie de mercado tradicional callejero en el que Hitoshi se compró la enésima samosa del día. Pero la sorpresa final fue encontrarnos con una multitudinaria fiesta en plena calle, una especie de procesión de los pakistaníes de aquel barrio.




Era como una mezcla entre una procesión de semana santa, la cabalgata de los Reyes Magos, la parade que hacen en Disneyland al acabar el día y el desfile del orgullo gay, mezclado con algún tipo de fiesta musulmana.  En una carroza se exhibían lo que en mi ignorancia describiré como textos árabes de aspecto sagrado, mientras que en la siguiente compartían protagonismo Winnie the Pooh y un Teletubi. Había carrozas a motor, otras tiradas por caballos, gente cantando, gente que parecía rezando… No tengo ni idea de qué iba aquello, pero parecía algo sacado de una pesadilla de Mario Vaquerizo.





Tras asistir atónitos a semejante evento, volvimos por fin a nuestro hostel (no sin varios extravíos, claro) y mientras mi camarada nipón se iba al sobre yo me puse a departir con el chico catalán, el vejete estadounidense y una chica francesa muy simpática hasta las tantas.

El yanqui me explicó alguna de las cosas que había visto durante el día y que mi desconocimiento de la cultura india me había impedido entender… En realidad me he saltado los sucesos más interesantes y estrambóticos de lo que aconteció aquel día, ya que una vez que me enteré de toda la verdad de lo que había visto, me convencí de que había que hacer un post dedicado en exclusiva al tren de Mumbai. En un post que, cómo no, estará aquí la próxima semana. Hasta entonces…




…Shanti, Shanti, Shanti.


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