sábado, 26 de noviembre de 2011

Turistas

Mi blog no tiene orden ni concierto, es un reflejo de mi propia mente. Hoy voy a relatar lo que hice durante mi primer fin de semana en Hyderabad.
Después de realizar las compras pertinentes, de adecentar mi cuarto y de cocinar comida española, estaba preparado para enfrentarme a la ciudad. Hitoshi se ofreció como guía y decidimos ir al lugar más obvio. Si buscáis Hyderabad en Google Maps, lo primero que salta a la vista esel inmenso lago que hay en medio de la ciudad: Hussain Sagar.


Le pregunté a Hitoshi si podíamos ir andando o estaba muy lejos. “Not far”, me respondió. Claro, que era el primer día y yo aún no sabía que Hitoshi es un rata de cuidado y con tal de no pagar un rickshaw es capaz de correr una maratón. De todos modos, me dio igual, yo quería conocer la ciudad y así fui aprendiendo a cruzar las calles.


Tras perdernos un par de veces (que Hitoshi no es que sea Indiana Jones), llegamos al parque que rodea el lago. Estábamos buscando la entrada, cuando vi algo que llamó mi atención: Cruzando la calle, con más miedo que vergüenza, dos chicas blancas y pelirrojas se acercaban a nosotros. Llevaban una guía de Lonely Planet y cara de no tener ni idea de dónde estaban.
En España nunca me habría acercado a hablar con dos desconocidas, pero cuando uno está en India, siente una extraña familiaridad con cualquiera que tenga un color de piel parecido al suyo.
-Oye, Hitoshi, voy a hablar con esas chicas.
Mi camarada nipón me miró con una mezcla de miedo y admiración y me acompañó cual fiel escudero.  Sorprendimos a las chavalas leyendo su guía y les preguntamos si sabían dónde estaba la puerta del parque, justo enfrente de la puerta del parque.
Ellas nos recibieron con muy buen talante y al descubrir que ninguno conocía nada de Hyderabad, decidimos unir nuestras ignorancias. Se llamaban Maria y Natasha y eran de Alemania, estudiantes de Economía en Berlín que se pulían el dinero de sus papis recorriendo India desde el comienzo de las vacaciones hasta justo antes del Oktoberfest.
Nos dijeron que solo iban a estar este finde en Hyderabad y que estaban buscando algún hombre que las acompañara. Evidentemente, les dije: “I´m your man”, incluyendo a Hitoshi en el lote, claro. Creyeron sin problemas que Hitoshi era japonés, pero yo tuve que convencerlas de que era español. No sé, esperarían a Alfredo Landa.


El parque del Hussain Sagar no tenía gran cosa. Unos cacharricos de feria y  una máquina lanza pelotas para jugar al críquet (Hitoshi, como buen jugador de beisbol, hizo sus pinitos, pero el resultado fue bochornoso). Lo único interesante era un barquito que te daba una vuelta por allí y atracaba en el Peñón de Gibraltar, que es como se llama la islita que hay en el centro del lago y desde donde se yergue una inmensa estatua de Buda.


Una vez en el islote, mientras las alemanas sacaban sus cámaras para fotografiar al Buda, me di cuenta de que los indios sacaban sus cámaras para fotografiar a las alemanas. Estaba a punto de burlarme de ellas, cuando un tipo se me acercó y me preguntó si se podía sacar una foto conmigo. Entonces me di cuenta: allí, NOSOTROS éramos la atracción turística.


Los indios, tímidos al principio, se fueron envalentonando y en el barco de vuelta, los cuatro nos sentíamos como Brad Pitt o Angelina Jolie. Empecé a gritar “¡Una foto, una rupia! ¡Una foto, una rupia!” y el personal se partió de risa, uno incluso me quería pagar la rupia. Al final tuve que hacer un poco de guardaespaldas y sacarnos de allí, al fin y al cabo, las alemanas me querían para que hiciese “de hombre”.
Tras escapar del parque, tratamos de encontrar no sé qué templo que querían ver las chiquillas y nos perdimos de nuevo. Aquí, ya sabéis, anochece pronto y con la oscuridad sobre nosotros, nos fuimos a un hotel (no penséis mal, ya os dije que aquí se llama así a los restaurantes).



Las chicas nos enseñaron a pedir comida que no te matase y nos dieron muchos consejos sobre la vida en India. No en vano, llevaban casi tres meses recorriendo el país. Ellas lo pasaron muy bien viendo como comía Hitoshi. Ahí donde lo veis, pequeño y flacucho, “Un samurái” es “una lima”. Come como Godzilla, lento pero seguro. Las chicas hasta le grabaron en vídeo. Si sabéis como se dice en alemán “Japonés come como un monstruo en  Hyderabad”, a lo mejor lo encontráis en YouTube.
Quedamos en encontrarnos a la mañana siguiente en la puerta del hotel de las chicas (que ya os dije que aquí llaman así a los hoteles) y cada cual cogió un rickshaw para su barrio.
A la mañana siguiente, como yo todavía no sabía nada de la ciudad, tuve que confiar en Hitoshi para llegar al hotel. De nuevo, “el hijo del sol naciente” demostró un sentido de la orientación como el de Ryoga Hibiki. Hitoshi tenía el número de teléfono del hotel, pero los de la recepción no le entendían. Traté de llamar yo, pero yo no les entendía a ellos.


Media hora más tarde de lo convenido, llegamos ante el dichoso hotel. Por suerte, la recepción tenía sillonazos y aire acondicionado, creo que esa fue la clave de que las chicas siguieran allí esperando.


El plan de las germanas era verlo todo en un día, pero más allá de eso no tenían mucha idea. De modo que, siguiendo con nuestra tendencia a la obviedad, cogimos otro rickshaw (Hitoshi se tuvo que subir con el conductor para que cupiésemos los cuatro) hacia Charminar, el símbolo de Hyderabad.


Charminar  significa “cuatro torres” en urdu y es básicamente eso, cuatro minaretes unidos en una sola estructura, erigidos en el Siglo XVI para dar gracias a Alá por la salvación de la ciudad frente a una plaga. Está en el casco histórico de Hyderabad, que es como otra ciudad dentro de la ciudad, donde las calles son callejuelas, los musulmanes son mayoría, menudean los bazares y en general, se acerca más a la idea que uno tiene de una urbe de Oriente.



Entrar a Charminar cuesta dinero. Como es normal aquí, los indios pagan 5 rupias, mientas que los “Non Indians” pagamos 100. Maria y Natasha montaron en cólera y dijeron que no iban a desembolsar esa cantidad desorbitada (1´5 euros) por ver un monumento nacional. Hitoshi y yo flipamos un poco, pero dijimos que vale y nos encaminamos a nuestro próximo objetivo.



Prácticamente por casualidad, encontramos, tras andar unos metros, Mecca Masjid, una de las más antiguas (400 años) y más grandes  (me dieron las medidas en pies, lo siento) mezquitas de India.
La primera odisea fue que las chicas se pusieran un pañuelo para entrar al recinto exterior. Natasha casi se hace un burka con un fular, hasta que el segurata de la entrada, desternillado de risa, le dijo que con que se lo pusiera sobre el cuello y los hombros bastaba. 


Tuvimos que dejar nuestro calzado para acceder  a las criptas que rodean la mezquita. Una mujer ataviada de negro me dio un número escrito en un trozo de madera, como si fuera el llavero de una taquilla del Mercadona. En verdad es un lugar sagrado, porque justo en ese momento, me entraron ganas de rezar a Alá para pedirle que mis deportivas estuviesen allí a la salida.


Nada más entrar, se nos pegó otro tipejo que nos quería hacer de guía, las chicas y yo pasamos de él, pero Hitoshi le daba bola… ¡Ah, incauto! Vimos las criptas, los jardines… y el guía nos condujo a la mezquita.


Por supuesto, las mujeres no podían pasar, así que Hitoshi y yo entramos solos en el sagrado recinto. El guía nos contó sus historias y nos dijo que solo un hombre podía pasar a la zona interior a la vez. Hitoshi fue el primero y yo me tuve que sentar en el suelo contemplando la magnificencia del lugar.
Al poco, el guía volvió y me enseño la zona más sagrada. Me pidió dinero para Alá o para los hombres santos o lo que fuera. Yo le di 10 rupias y él me dijo “¡Hombre, diez…, cien, qué menos!”. Le respondí que para Alá tenía 10 rupias, que si las quería que bien y que si no que aire. Me miró como subrayando lo infiel que era yo y continuó con el mini tour, pero cogiendo las 10 rupias, claro, que Alá no es tonto.


Justo antes de salir, me pidió más dinero, para la gente que trabajaba en la mezquita. Le volví a decir que tenía 10 y él volvió a pedir 100. Le contesté que no iba a dar más dinero a los hombres que al propio Alá y volvió a perdonarme  la vida con la mirada, mientras cogía mis otras 10 rupias. Me largó de allí con viento fresco.
Nos reunimos con las chicas y tratamos de coger nuestro calzado. Entonces, claro, la mujer de negro nos pidió dinero por nuestros zapatos. Yo respondí que me resultaba muy curioso pagar por mis propios zapatos, pero Hitoshi, a grito pelado, me interrumpió quejándose de tales mercaderías en un lugar sagrado, dijo que él daba dinero a Dios, pero no a ellos y acto seguido, cogió sus chanclas y salió de allí. Las alemanas, más tímidas, pagaron sus rupias y nos fuimos, escoltados por malas miradas y probables insultos en urdu.


Todavía tengo que relatar la otra mitad del domingo, pero creo que me he extendido demasiado, para variar. Si queréis saber si encontramos el palacio de Chowmahalla, cómo es un restaurante de Hyderbad o qué se puede comprar en el gran bazar, no os perdáis el próximo capítulo de Hyderabad blues.
Auf Wiedersehen!


sábado, 12 de noviembre de 2011

Un francés, un japonés, un indio y un español

No, no es el comienzo de un chiste, son las personas que vivimos en la misma casa, aquí en Banjara Hills. Bueno, bien pensado, a lo mejor sí es el comienzo de un chiste.
Mi amigo Paco me preguntó que por qué no hablaba de mi trabajo y de mis compañeros en el blog y aunque me resisto a hablar del curro, supongo que debo presentar a mis compañeros pues van a protagonizar alguna que otra aventura de Hyderabad Blues.


Mi lugar de trabajo: limpio y ordenado


En mi empresa trabajamos quince personas. Curiosamente, en India cada persona tiene un nombre distinto, pero yo me suelo referir a ellos como “el bajito”, “el gordo”, “el guapo”, “el que tiene pluma” y “el del bigote” (también conocido como "24" porque su nombre se pronuncia parecido).
Bueno, me sé el nombre de mi jefe (Sharad), el de su lugarteniente (se llama Tapas, cómo olvidarlo) y el de las chicas: Silipa y Pría (que dejó el curro para casarse y ser una ama de casa como Dios manda y digo Dios, no Visnú ni Shivá, que Pría es católica).

Pría y El que tiene pluma
Tapas y Silipa

24 y Harish

Además, estamos el francés, el japonés, Harish (el indio que vive con nosotros) y yo. Los de ciencias os habréis dado cuenta de que no salen quince personas, pero es que algunos de mis compañeros se amalgaman en una masa informe que no merece ni un apodo.
Todos son muy majos, pero en India la gente no saluda al llegar al curro, no se despide al irse y no hablan mientras trabajan, con lo que es difícil socializar. A eso hay que añadirle que los indios no entienden mi inglés de Vallecas y yo no entiendo su Hinglish.
Por si esto fuera poco, aquí la gente no habla, susurra. Sé que los españoles gritamos mucho, pero los indios hablan para el cuello de su camisa. Las chicas son más simpáticas y agradables, pero hablan aún más bajito. Para oírlas casi me tengo que pegar a ellas. Estoy convencido de que piensan que soy el típico playboy latino, pero no, solo estoy sordo.
Como digo, son todos muy majos, pero se cansan de hablar conmigo, de modo que, fuera de asuntos de trabajo, solo hablo con los otros extranjeros.
Cuando llegué a la oficina ya noté que el japonés me estaba esperando como agua de mayo, porque al pobre no le hacía caso nadie. Desde el primer día hemos hecho buenas migas y aunque la idiosincrasia japonesa (el wabi-sabi) es muy peculiar, nos llevamos muy bien.
Su nombre es Hitoshi, que significa literalmente “Un samurái” y que quiere decir “Debes ser valiente”. A mí me parece un nombre súper chulo, pero Hitoshi lo odia, claro que esa es otra historia y no es para este blog.
Tiene treinta y seis años, es de un pueblito del Sur de Japón y le gusta cantar en los karaokes, comer, beber sake (o cerveza en su defecto, o lo que sea en su defecto) y charlar de lo humano y lo divino. Su sueño es tener una novia de la Europa del Este.
Pero Hitoshi no es el primer habitante de esta casa, el primero en llegar fue el indio, Harish. Se trata de un experto en animación 3D que viene de la otra punta de India y que, por lo tanto, vive también con nosotros. Es un veinteañero alegre y majo, si bien todo lo que dije antes sobre mis compañeros indios se aplica también a él. Como os podéis imaginar entonces, a pesar de ser nuestro compañero de piso, nuestra relación no es muy estrecha.
Y el último en llegar fue Antoine Dublier, el francés, claro. Un profesor bretón de historia en excedencia, que cuando puede se dedica a recorrer el mundo dando clases. Ha estado en un montón de países de África, Asia y América del Sur, así que esto no es una sorpresa para él.
Tiene 46 años, aunque no los aparenta. Es vegetariano, ecologista, de izquierdas y algo hippie (ya sabéis que la India atrae a este tipo de gente como la mier… digo, como la miel atrae a las moscas). No es que sea un mal tipo, pero… bueno… Está bien teniendo en cuenta que es francés.
Se supone que debería acompañar estas presentaciones con las fotos de los aludidos, que para eso estamos en el siglo XXI. Pues bueno, aquí las tenéis, no tengo otras.


Vale, vale, tiene su explicación. Estas fotos fueron tomadas el pasado 26 de octubre que era Diwali. Aquí, Diwali es una de las fiestas más importantes del año, es un poco como la Navidad, pero en honor a Lakshmí. Las calles se llenan de flores y de luces, las pastelerías no dan abasto vendiendo los dulces típicos y los centros comerciales se abarrotan debido a la gente que quiere comprar sus regalos. Es la entrada del año nuevo hindú y es costumbre estrenar ropa y tirar petardos y cohetes.


Por eso estamos aquí estrenando los kurtas que nos regaló nuestro jefe (junto con una caja de petardos) por Diwali. Justo después de esta foto, nos subimos a la terraza a contemplar como estallaba la ciudad en un sinfín de fuegos artificiales. Hitoshi, Harish y Antoine quemaban bengalas y otras tonterías por el estilo, mientras yo rezaba a Santa Bárbara en vez de a Lakshmí.




Esto son un francés, un japonés, un indio y un español tirando petardos en una azotea a las doce de la noche y el único que no viste como un mamarracho es el indio. Pues sí, al final si era el comienzo de un chiste.




sábado, 5 de noviembre de 2011

De cine

Muchos se quedaron con ganas de saber si fui o no al cine finalmente. Ha llegado el momento de desvelar ese misterio.
Los cines de Hyderabad se dividen en horribles y excelentes. Como casi todo por aquí, no hay término medio. Los cines que no son horribles se encuentran, indefectiblemente, en los centros comerciales.



Hay un mall cada dos pasos en Hyderabad y son iguales o incluso mejores que los de España. Eso sí, mucho más pijos y exclusivos. La tienda más “cutre” que he visto en un centro comercial es un Mango, lo demás es de Tommy Hilfiger para arriba y siempre con varias joyerías y tiendas de lujo al lado.


Si uno no sabe si un edificio es un mall (que aquí a veceses difícil), solo tiene que fijarse en la puerta. Delante de la entrada de cada centro comercial hay un bonito arco detector de metales. Tras cruzarlo, un indio mal encarado (creo que lo piden en el perfil de segurata) te cachea someramente. La verdad es que desde que estoy en Hyderabad me han tocado más hombres que en toda mi vida.
Suelen tener, unos pasos más atrás, a una india mal encarada para cachear a las mujeres, claro. Sin embargo, a veces no se la encuentra por ningún lado y solo hay indio varón. No, no os asustéis, en este caso las mujeres pasan sin cacheo. ¡Qué brecha en la seguridad más clamorosa!


Una vez se pasa este trámite eres libre de entregarte al consumismo vil, sin embargo, debes tener algo muy presente… ¡conserva todos los tickets!
La primera vez que compré en el supermercado de un centro comercial me iba sin coger el recibo… En ese momento, la cajera (bastante mal encarada para ser cajera, pero no lo suficiente para “cacheadora”) me gritó con expresión de terror que cogiese el ticket. Así lo hice, claro, aunque no veía muy factible que viniese al devolver el 7UP porque no era mi talla… ¡qué paranoica!
Pero no es paranoia si de verdad te persiguen. Resulta que para salir del mall otro segurata distinto (mal encarado también, no obstante) puede pedirte que le enseñes los tickets de los artículos que llevas para ver que de verdad los has pagado. El tipo te los sella (o te los grapa) y ya eres libre para salir con tu lícito botín.
A la salida de los centros comerciales es donde están las taquillas de los cines. Tienes que comprar la entrada allí y coger un ascensor hasta la última planta, donde está el cine propiamente dicho.
Aquí hay una gran afición al cine, si bien lo que atrae a las masas es el cine en hindi de Bollywood y en telugu de Tollywood. Debajo del nombre de la película siempre  viene reseñado el idioma (incluido el “Hinglish”, es decir, el inglés como lo pronuncian aquí), subtítulos no hay, claro. Bueno, miento, a veces, las películas en inglés tienen subtítulos... ¡en inglés! Sí, absurdo.


Hay pocas películas en inglés y suelen ser solo las superproducciones de acción y ciencia ficción de Hollywood. Lo bueno es que las salas están mucho más vacías en las pelis americanas y es difícil quedarse sin entradas por mucha cola que veas.
En los cines indios hay dos tipos de entrada, ya se llamen Gold y Platinum o Executive y Businessman o cualquier otro nombre pijo y rimbombante, hay unas mejores (centraditas y tal) y las normales. Si no dices nada te dan directamente la normal que vale unos dos euros (las buenas valen menos de cuatro, tampoco es un lujo, vamos).
Ya me habían dicho que la seguridad del cine era más exhaustiva, pero cuando vi al mal encarado de turno ajustándose unos guantes de látex al verme, me pregunté: ¡¿Cómo de lejos llevan esto de la seguridad?!
Afortunadamente, lo único que te pedían es que enseñes el contenido de tus bolsillos, más que nada para que la gente no se ponga a grabar un screener, no porque teman un ataque de Pakistán durante la proyección de Harry Potter, perdón, Hari Puttar.


Una vez dentro puedes disfrutar de un cine de primera categoría. Tienes tus mostradores para comprar palomitas, bebidas, chuches… además de hamburguesas y otros snacks indios y fast food de la región. Te lo sirven en una bandejita especial para poder llevarlo todo con una sola mano sin peligro de derramamiento de soda, algo que yo echo en falta en España.
Los asientos son reclinables y súper cómodos y el espacio para los pies es muy grande. Las pantallas son buenas y desde que estoy aquí no ha habido problemas con los proyectores y proyeccionistas (lo digo, porque en Madrid es el pan nuestro de cada día).


¿Diferencias? Las hay.
La primera es la publicidad, claro, que se divide en anuncios en inglés de marcas internacionales, anuncios en hindi de marcas pijas indias y anuncios en telugu de negocios locales que son el equivalente Hyderabadi de los anuncios de Pescaderías Coruñesas y Salones Sol y Aire…  Eso sí, no hay Movierecord… ¡Sigh!
La segunda es que a mitad de la peli, se encienden las luces y se para la proyección para hacer un bonito intermedio de unos cinco minutos. El motivo es que las pelis indias duran tres horas. En las pelis de Hollywood queda un poco tonto, pero lo hacen igual. Eso sí, el proyeccionista de alguno de estos cines creo que es el mismo tío que pone la publicidad en Antena 3, porque no le importa dejar a Hugh Jackman o a Milla Jovovich con la palabra en la boca. Lo mejor es que memorices la frase que estaban diciendo porque no la van a repetir.
La tercera diferencia concierne al cine en tres dimensiones. Cuando compré mi entrada para mi primera peli en 3D descubrí que… ¡vale lo mismo que una para 2D! ¡Gente, en Europa nos están timando!
 Aquí, cuando estás ya sentadito en la sala viene otro tipo a repartir las gafas (por cierto, mejores ue las de España) pidiéndote otro euro y medio por ellas. Ya está, me dije, no podía ser tan bonito. Pero no, resulta que es solo una fianza y que a la salida tú les devuelves las gafas y ellos te dan tus 100 rupias.
He visto ya varías pelis en varios cines y me lo he pasado muy bien. Pero lo que más me ha gustado no ha sido la trama, ni los actores, ni las butacas… No. Lo que más me ha gustado ha sido… ¡el inglés! Dios, os aseguro que después de estar oyendo todo el día este “Hinglish”, escuchar a gente hablar inglés de verdad es una liberación. Casi lloro oyendo a tanto americano, australiano, británico… ¡Qué bonita es la lengua de Mark Twain cuando se pronuncian sus diptongos y sus doce vocales!
Pues nada, salí de mi primera peli en Hyderabad con lágrimas en los ojos y por primera vez, no era por causa de la polución ni del picante.
¡Silla!