viernes, 6 de julio de 2012

Hampi: Día 1

Cuando le dimos al pause en el anterior post, Alexa, Lars y yo nos acabábamos de subir al minúsculo rickshaw de Michael Jackson con la intención de ver la mayor cantidad de templos y monumentos de la bella localidad de Hampi. ¿Correcto? Entonces… ¡Play!




El complejo monumental de Hampi se divide en dos partes: El Centro Sagrado, donde se localizan la mayoría de los templos y el Centro Real, donde se encuentran los palacios y otras dependencias de los antigios gobernantes. A Lars y a mí nos parecía una buena idea usar esta división para repartirnos lo que veríamos hoy y lo que visitaríamos mañana. Sin embargo, Michael tenía otra idea.

El “Rey del Pop” nos explicó que había dos tipos de monumentos: los de pago y los gratis. Sin ningún criterio discernible, en algunos templos y palacios tienes que comprar una entrada para poder visitarlos, mientras que en otros el acceso es libre. La misma entrada te sirve para todos los templo de pago durante el mismo día, de modo que el plan de Mike era llevarnos hoy a los que cobraban la visita y mañana a los gratuitos. Era un buen plan.

Tras otro corto trayecto y otro “impuesto de los tontos” o cuota turística, como lo llaman aquí, Michael aparcó el auto junto a un muro que delimitaba el recinto exterior del primer complejo monumental que íbamos a visitar, el Vittala Temple Complex.

Nuestro driver nos explicó que los templos estaban todavía lejos, pero que él no podía entrar, que debíamos tomar uno de los carritos de golf tamaño limusina que estaban aparcados en la entrada. Preguntamos a Mike si no podíamos ir andando, a lo que nos respondió que por supuesto. Con esa idea en mente nos despedimos del chófer y entramos al recinto.

Tras sortear a un ejambre de niños que nos ofrecían mapas, postales, etc. emprendimos el paseo por la carretera de tierra que conduce a los templos. En la antigüedad, en este camino se organizaba un mercado internacional de caballos. Hoy quedan las ruinas de establos y abrevaderos de magníficas dimensiones.

Gracias a la fresca brisa, llegar a los templos de Vittala no fue muy árduo. Allí, Lars y Alexa iban a mostrarme algo que me dejó tremendamente impresionado… ¡que los tres éramos indios!

El alemán y la belga me preguntaron si había traido mi RP (Residence Proof). Después de lo que pasó en Mumbay yo no viajo sin ella, así que la respuesta fue un rotundo sí. Con una sonrisa, me pidieron el documento y nos acercamos a la taquilla.

Como he contado otras veces, los tickets tienen dos precios: uno para indios (que en este caso eran 10 rupias) y uno para Non Indians (que eran 250). Desde que llegué aquí siempre había pagado la entrada cara, pero resulta que estaba haciendo el canelo. Mis amigos pidieron “Three Indians” y el taquillero examinó con lupa nuestras RPs y nuestros caretos. Con cierta sorpresa y a regañadientes nos vendió las entradas para locales.

Lo mejor fue cuando nos acercamos a la puerta del recinto y el vigilante nos cortó las entradas. Sus ojos, abiertos como platos, iban de los tickets a nuestas caras, de nuestras caras a los tickets… Con su mente al borde del reseteo acertó a preguntarnos:

-¿Indians?

A lo que respondimos que sí con una sonrisa.

-We are from Andhra Pradesh, from Hyderabad- Añadí con cierta sorna.

Podéis pensar que lo de la rebaja de la entrada es un poco miserable, pero os aseguro que ver la cara de los watchmen cuando entrábamos con nuestros tickets de indios… como dicen en la publicidad… “no tiene precio”. Mereció la pena solo por eso.

De todos modos, se supone que como trabajamos en India y pagamos impuestos al gobierno local, tenemos derecho a disfrutar de los mismos servicios que cualquier indio, así que no le íbamos a hacer ascos al único del que realmente nos podíamos beneficiar.





Así entramos en el Vittala Temple Complex, quizá el tourist spot más famoso de Hampi, construido en el Siglo XV y dedicado al dios Vishnu.

Lo primero que te llama la atención es el carruaje de piedra que preside la “plaza” alrededor de la cual se concentran los templos. Este carro representaba a Garuda, el dios águila que le sirve de montura a Lord Vishnu, y es uno de los símbolos del estado de Karnataka. 





Mientras Alexa, Lars y yo nos hacíamos fotos, una mujer india se ofreció a fotografiarnos a los tres junto a carruaje. De hecho, prácticamente arrebató la cámara a Lars y nos obligó a ponernos frente al carro. Nos colocó donde ella quiso, nos dispuso a su antojo y nos dijo las expresiones que teníamos que poner, con la misma delicadeza con la que un sargento se dirije a sus nuevos reclutas. Fue algo bastante friki, pero nos hizo mucha gracia.







Otras de las más famosas maravillas de Vittala estaban siendo restauradas, con lo que solo pudimos observarlas desde cierta distancia. Me refiero a las llamadas “columnas musicales”, unos pilares que resuenan con una nota diferente al ser golpeados. Estas construcciones impresionaron tanto a los ingleses que serraron un par de ellas para descubrir su mecanismo, hallando solo una columna hueca. De todos modos, hace tiempo que está prohibido golpearlas, su bello “canto” es cosa del pasado.








Nos dirijimos después al Kudure Gombe Mantapa, un pabellón ornamentado con esculturas labradas en forma de caballos. Recorrimos las ruinas del antiguo bazar. Visitamos un templo que aún recibe a feligreses, situado en una colina cercana. Y finalmente, bajamos hasta la orilla del Thungabhadra para visitar el templo de Kodandarama, que si bien no tiene un gran valor arquitectónico, posee una especial significación religiosa. Es aquí donde Rama mató a Vali, el malvado rey de los monos, e instauró en el gobierno de los Vanaras (el Reino de los Monos) a Sagreeva, hermano del antiguo monarca.







Si tal historia es cierta o no, no puedo saberlo, pero que estas tierras se merecen el nombre de Reino de los Monos es algo que está fuera de toda duda. Decenas de monitos corrían del templo a las rocas cercanas, dando imposibles saltos que hacía las delicias de los turistas. Entre ellos Alexa, a la que creo que impresionaban más los graciosos simios que el más sagrado de los templos.






Cuando pudimos rescatar a Alexa del “Planeta de los Simios”, apretamos el paso para volver con Michael, ya que tampoco nos quedaba mucho tiempo para ver los otros templos de pago. Lo encontramos sobando, peró no tardó en desperezarse y poner rumbo al Zenena Enclosure.

Tras otro hilarante momento en el que el taquillero y el vigilante comprobaron de nuevo que “éramos indios”, accedimos a este recinto del Centro Real. Los arqueólogos aún discuten sobre su naturaleza: unos creen que era un harém, mientras que otros consideran que fueron dependencias de militares de alto rango.

El edificio más emblemático de esta zona es el Lotus Mahal, que recibe su nombre porque su cúpula recuerda a una flor de loto a medio florecer. Es un edificio diferente a los demás, con una curiosa mezcla de estílos Hindú e Islámico.




Pero la construcción favorita de los turistas dentro de este recinto son los establos de elefantes. La función de estos impresionantes soportales no ofrece duda alguna: se trata de un “parking de elefantes”. Aún se pueden ver las argollas donde se ataban los paquidermos y las puertecitas por donde entraban sus cuidadores.





Después de recorrer los Cuarteles de la Guardia Real, varios templos, algunos mini-museos con estelas dedicadas a las Nagas (mitad mujeres, mitad serpientes) y comer de mala manera comprando patatas fritas, refrescos y plátanos, regresamos con nuestro conductor para poder volver a “la isla” antes de que las últimas barcas cruzasen el río.

Ya a bordo de la lancha, coincidimos con una mochilera canadiense, que estaba recorriendo India tras terminar su carrera. Se notaba que necesitaba charlar con alguien y se colgó de Alexa en cuanto pudo, pero vamos, era una chica agradable.

Ella se alojaba en el hostal aledaño al nuestro y nos preguntó cuánto habíamos pagado por nuestra habitación. Nosotros, como quizá recordéis, estábamos muy contentos por haber pagado 300 rupias, la mitad de lo acordado, pero ella, entre risas, nos dijo que en temporada baja podíamos haber pagado 150. Vamos, que nos habían cobrado el doble.

Dejamos a Alexis, que así se llamaba la chica, en su guest house y nosotros, tras una parada técnica en nuestros bungalows, pillamos otro rickshaw (Mike no podía entrar en “la isla”, claro), para dirigirnos a una montaña cercana, en cuya cima se erigía un pintoresco templo dedicado a Hanuman, el dios mono.
El auto nos dejó a los pies de la colina de Anjenaja y tomamos aire para subir los 572 escalones de la serpenteante escalera que conduce al famoso Templo de los Monos. Con la excusa de ir contemplando las maravillosas vistas que ofrecía la ascensión, nos íbamos parando a recuperar el resuello de vez en cuando.  Tras una noche sin dormir y un día de interminable caminta, escalar aquella montaña era casi más de lo que podía soportar.





Los que se movían por allí como Pedro por su casa, eran, como no, los monos, que ya empezaban a verse por la ladera y las rocas cercanas. Pero fue cuando alcanzamos el templo, cuando pudimos mezclarnos con una auténtica “población” de simios. Los monos están bastante acostumbrados al ser humano, ya que los monjes se encargan de darles comida y aunque no dejan de ser animales salvajes, parecían bastante más “majos” que los monos que uno encuentra en el zoo de Madrid.





Los monitos saltaban como locos del tejado del templo al árbol cercano. Se trata de un árbol sagrado en el que los devotos atan cintas de colores que atesoran sus deseos y peticiones a Hanuman, cuya estatua preside la escueta capilla.





Nosotros sabíamos que nuestro más inmediato deseo estaba a punto de cumplirse: contemplar la puesta de Sol desde la cima de la colina. No éramos los únicos que habían tenido esa idea, así que hicimos un poco de equilibrio para buscar un buen sitio en “primera fila”. La verdad es que el espectáculo no nos defraudó y no sirvió para descansar un poco tras un día tan ajetreado.



Bajamos la colina antes de que no hubiese suficiente luz para ver los escalones y tomamos el enésimo auto para regresar a la Shanti Guest House. Sin embargo, en vez de cenar allí, decidimos buscar algún restaurante chulo. Salimos a la calle mayor (y única) y recorrimos la solitaria avenida con pocas esperanzas de encontrar un lugar que mereciese la pena. Nos encontramos con unos turistas alemanes que recomendaron a Lars el Buda Risueño y decidimos hacerles caso.
El camino al restaurante empezaba en un polvoriento y estrecho callejón, pasaba por unos campos oscuros y ominosos y terminaba en una pista de tierra con una solitaria farola rodeada de mosquitos. Todo parecía un decorado de Allan Wake y aunque no tenía miedo de los monstruos, me daba pavor torcerme un tobillo recorriendo aquellos parajes accidentados y oscuros.
De todos modos mereció la pena. El Buda Risueño consistía en una gran cabaña de chamizo con mesas bajas, colchones, cojines y coloridos murales con leyendas en francés, inglés, alemán, catellano, catalán… Desde luego era un sitio muy turístico, pero como solo había cuatro personas cenando, parecía el lugar apropiado para poner el colofón a nuestro día.



Sufrimos de vez en cuando la intrusión de una perra tipo rottweiler que no solo mendigaba comida, sino que se tumbaba todo lo larga que era en mi colchón reclamando mimos. Cada vez que esto pasaba el dueño salía a regañarla a grito pelado y la perraza salía por patas. El animal era muy pacífico, así que no es que nos molestase, pero comer con las manos y tocar a un perro indio es un deporte de riesgo en toda regla.
Nos pasamos la noche comiendo (deliciosa comida india) y charlando animadamente. Tengo que decir que Lars y Alexa son un encanto de personas y no me arrepentí ni un segundo de tenerlos como compañeros de viaje. Aunque Alexa se empeñase en probar su femenina fuerza con un pulso...


Se nota que ella está haciendo fuerza
y yo como si nada, je, je...
¡Dios mío! Ahora se han cambiado las tornas...

Nos fuimos bastante tarde, no si antes despedirnos de la perra y de su “marido”, un simpático pastor alemán. Además conocimos a sus cachorritos, que eran unas fotocoipias de la mamá, pero en miniatura, claro. El dueño del local nos confesó que además de los perros tenía varios gatos y que todos vivían en perfecta armonía.
Salimos bastante risueños del Buda y tras atravesar de nuevo aquel decorado tropical de Silent Hill, llegamos a nuestro hostal. Yo encendí mi ventilador de techo y me deslicé dentro de mi cama de matrimonio con mosquitera. Mañana nos levantaríamos temprano, pero esta noche iba a pillar la cama con unas ganas tremendas. Así que di las buenas noches al lagarto, a la rana, a la colonia de hormigas y al hombre del sombrero y me puse a soñar con las aventuras de Rama en el Reino de los Monos…