viernes, 2 de diciembre de 2011

Turistas 2, El regreso

Como recordaréis, nuestros héroes, Natasha y Maria (dos veinteañeras alemanas), Hitoshi (alias el pozo sin fondo) y un servidor, habíamos escapado de las hordas pseudo-islámicas y nos disponíamos a continuar con nuestro periplo por Hyderabad.


Recorrimos a la carrera uno de los miles de bazares que hay por esa zona y nos pusimos a buscar el siguiente objetivo: el palacio de Chowmahalla. Se suponía que el palacio estaba a unos metros de la mezquita, pero empezamos a dar vueltas y los minutos pasaban.
Perdidos, la única opción que nos quedaba era… preguntar. Hitoshi y yo, que habíamos aprendido la lección, preguntamos en pareja. Yo hacía las preguntas con mi inglés aceptable y él entendía, más o menos, lo que nos contestaban. Descubrimos que los Hiderabadi son como los españoles… nunca dicen “no lo sé” o “no te entiendo”. No, te mandan a donde primero les parece y te tienen dando vueltas durante horas. Al final, un venerable vejete, nos condujo, por unas callejuelas infames, a las inmediaciones del palacio.


En la entrada del Chowmahalla Palace (que por cierto, es un museo) había otro cartel que rezaba: “Indios 10 rupias. No indios 150 + 50 si llevan cámara de fotos.” Esto fue otro duro golpe para las germanas y a punto estuvimos de largarnos, hasta que le dije que nos habíamos tirado media hora buscando el dichoso palacio y que dos cochinos euros no me parecía mucho dinero. Bueno, se lo dije en plan majo y me hicieron caso.
El museo-palacio es precioso. Jardines, fuentes, armas antiguas, el salón del trono, coches de época, la torre del reloj… Desde luego vale dos euros y bastante más. Sin embargo, no pudimos verlo entero, ya que las niñas empezaron con sus “me canso”, “tengo calor”, “tengo hambre”… y decidimos ir a comer, que es algo en lo que a las chavalas no les importaba pulirse el dinero.
Otro rickshaw nos condujo a un hotel abarrotado. Esquivamos los centenares de motos de la entrada y subimos a la primera planta (donde te dirigen siempre si eres extranjero y más si vas con mujeres). Si la planta baja era un tugurio con pinta de estar a punto de ser cerrado por sanidad, el primer piso parecía un restaurante de lujo de Madrid. Aquí eso es muy normal.
Nada más sentarte, en vez de aceitunas y colines, te ponen unas rodajas de cebolla cruda y medio limón. Se supone que es para acompañar la comida, pero Hitoshi, que como diría Ángel, es un hambrijo, se puso a comérselo sin esperar. Lo gracioso es que después de zamparse cada rodaja de cebolla se ponía a llorar como un chiquillo. Ni que decir tiene que las alemanas le grabaron otro video. Si sabéis como se dice en alemán “Japonés come cebolla cruda y llora sin parar en Hyderabad” quizá lo encontréis en YouTube.


La comida llegó. Yo me pedí un pollo con piña, en el que la piña picaba más que el pollo y descubrí el famoso paneer, el queso que sabe a… pollo. Acompañé mi main course con garlic naan y cómo no, arroz blanco, que es lo mejor para rebajar el picante. Todo ello regado con drinking water que es como llaman aquí al agua mineral, pues hay que ser muy bravo para beberse el agua del grifo. Todo estaba estupendo, pero lo curioso de la situación no eran los platos, sino los camareros.
Teníamos a unos cinco tipos pendientes constantemente de nosotros. Si te ibas a echar salsa te la echaban ellos, si te limpiabas con una servilleta de papel te ponían una nueva al lado, si bebías de tu vaso de agua te lo rellenaban al momento… hasta le trajeron a Maria una Coca-Cola envuelta en una servilleta como si fuera champagne. Puede parecer divertido, pero resulta agobiante. Evidentemente, lo hacían por la propina y creo que no les defraudamos, aunque como aquí consideran que todos los extranjeros somos millonarios, nunca se sabe.


Las chicas tenían que ir a la estación de tren a comprar sus billetes para el lunes y debían pasar por su hotel para recoger unas cosas. Como Hitoshi y yo somos unos caballeros, nos ofrecimos a acompañarlas. Además, aquí todo es una aventura.
Las estaciones de tren en india son fáciles de reconocer porque siempre tienen barricadas, alambre de espino y un amplio despliegue militar a la entrada. Cuando nuestro variopinto grupo trató de entrar al recinto, uno por uno, todo los soldados nos empezaron a preguntar que de dónde éramos, que qué queríamos, etc. Al principio pensé que era otra faceta más de la férrea seguridad, pero al poco me di cuenta de que solo querían hablar con nosotros, sobre todo con las “redheaded”, que tanto les llamaban la atención.


Las pelirrojas en cuestión dejaron la estación sin poder comprar los billetes (“vuelva usted mañana” suele ser aquí la respuesta para todo) y a la salida, dos chavales de la tele local de Adhra Pradesh se abalanzaron sobre Natasha para entrevistarla. ¡Ah, la fama…!


Lo último que quedaba en nuestra “hoja de ruta” era lo que más interesaba a las chichas: el Laad Bazar. Se trata del mayor bazar de la ciudad, que un domingo por la noche es algo digno de verse: lleno de luces, completamente abarrotado y con las más dispares baratijas que os podáis imaginar. Nos bajamos del Rickshaw y nos mezclamos con la marabunta de personas que compraban y vendían.

Se nos acercó un tipo diciendo que tuviésemos cuidado con los carteristas y otras malas personas que había en el bazar, se presentó como un funcionario público y se ofreció a acompañarnos y defendernos de “los malos”. Para acreditarse nos mostró un carnet que tenía toda la pinta de ser un bonito trabajo de Photoshop. Ni que decir tiene que nos alejamos de él en cuanto pudimos.


Miríadas de tipos se te acercaban para venderte unas Rayban (je, je) por cuatro perras o collares de perlas de saldo. Para que vieras que las perlas eran reales y no de plástico, las quemaban con un mechero delante de ti. Yo me escudaba en las alemanas, diciendo que en Europa las mujeres escogen ellas sus propias joyas. Soy un rastrero, lo sé.
Nos dirigimos a la zona del bazar donde vendían la bisutería. Calles y calles donde solo había pulseritas brillantes de todos los colores. Era de noche, pero os aseguro que daban ganas de comprarse una de esas Rayban de los chinos para soportar tanto brilli-brilli, que diría Esther.
Los vendedores nos chillaban, nos hacían la ola y nos chistaban como a perros para que entrásemos en sus tenderetes. Era entre gracioso y humillante.
-¡We are walking Money!
Me repetía Maria sin cesar. Lo decía como con cara de asco e indignación, pero creo que estaba disfrutando de lo lindo, viviendo como los ricos y famosos. Natasha era más calladita, pero Maria resultó ser una comerciante de cuidado y mandaba a los mercachifles a la porra si no le vendían tres pulseras por menos de un euro y medio. Solo logró que un tipo accediera y porque el buen hombre aceptó como parte de su pago el hacerse una foto con nosotros.


Recorrimos TODAS las tiendas del bazar, se probaron centenares de pulseras y solo compararon esas tres. Al final de la noche, Maria tenía el brazo tan cubierto de purpurina que la verdad es que no necesitaba pulsera alguna. De todos modos, puede estar contenta por conservar la mano, ya que las muñequitas de las indias poco tienen que ver con las muñecazas germanas y un vendedor casi le disloca la mano con tal de encasquetarle una pulserita.
Le pregunté a Natasha:
-¿No exagera un poco Maria? Solo le piden tres euros, uno por pulsera. No es tan caro, ¿no?
-Aquí, tres euros, es decir, 200 rupias, es mucho dinero.- Me respondió.
Bueno, eso es relativo. Con 200 rupias te puedes comprar tres cartones de zumo,  o una lata de atún, o dos calzoncillos, o una entrada para el cine… ¿eso es mucho dinero? Yo creo que no. Vale, nos intentan cobrar siempre mucho más que al resto de la gente, eso es cierto. Pero no es mucho dinero, es que ellos son pobres. Yo tampoco quiero pagar más de la cuenta, pero creo que todo tiene un límite.
Dejamos el bazar, cogimos otro rickshaw (siempre con Hitoshi sentado con el conductor, porque es el único que cabía) y nos despedimos, intercambiándonos los mails para compartir las fotos que habíamos hecho.
La verdad es que me lo pasé muy bien. Maria y Natasha son de las pocas personas, aparte de Hitoshi, con las que me lo he pasado bien por aquí. Eran unas chiquillas pijas, pero eran majas.
Habréis echado en falta algunas fotos más sobre ciertas cosas que he descrito. La explicación a esta ausencia es que las alemanas llevaban unas pedazo de cámaras y yo solo mi Blackberry, así que confié en ellas para la parte gráfica, pues me prometieron que me las enviarían en cuanto pudiesen.
¿Y qué ha pasado? Lo podéis imaginar. Os tendréis que conformar con las pocas que tengo (algunas gracias a Hitoshi) y con mis vívidas y floridas descripciones. A mí, lo único que me preocupa es que como todos los alemanes sean tan de fiar como estas dos mozuelas, Grecia y los demás PIGS lo vamos a pasar muy mal.
Yásas!

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