Si en el último post puse fin a mi faceta de turista en
Hyderabad, hoy lo hago con la de viajero en India. Yo no soy muy de viajar,
pero si todos mis amigos estaban en lo cierto, hubiera sido un crímen irse de
aquí sin ver Hampi. No se equivocaban.
Hampi, la Ciudad de la
Victoria, fue durante el siglo XIII al XV, la capital del Imperio
Vijayanagara. Se encuentra en el valle del Tungabhadra, en el estado de Karnataka.
Fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO debido a los 350
templos, las fortificaciones, palacios, jardines, etc. que menudean en el
centro de la ciudad.
Todo el mundo me había dicho que
Hampi era algo excepcional y no quería dejar pasar la oportunidad de visitarlo.
Así que cuando Lars y Alexa me preguntaron si quería ir con ellos en un viaje
de fin de semana, no me lo pensé dos veces.
Gracias a la experiencia de mi
amigo Pentxo, reservar el alojamiento y el medio de transporte fue bastante
fácil, sin embargo dejé la organización a Lars porque si uno puede tener a un
alemán al frente de todo, cómo negarse, ¿no? ¡Ey, todo el mundo lo hace en Europa!
Nuestro único problema era el
monzón. Ya sabéis que el monzón es el viento que trae la estación lluviosa en
el cinturón ecuatorial. Aquí su llegada es un importante acontecimiento que lo
cambia todo y en lo que respecta a Hampi, para peor. El río Tungabhadra inhunda
ciertos lugares y es casi imposible visitar algunos monumentos.
Por eso organizamos todo a contrareloj
para llegar justo antes de que el monzón tocase los aledaños de Hampi, justo
cuando la temporada alta termina. Justo a tiempo.
Yo no quería usar ni un solo
día de vacaciones, de modo que el viernes, después del trabajo, cargamos con
unas escuetas mochilas y tomamos un auto
hasta la estación de Nampally. En esta ocasión no era para subirnos a un
autocar, sino para entrar de verdad y tomar el tren. Era la primera vez que iba
a viajar en un tren indio y estaba deseando ver cómo resultaba la experiencia.
La señalización de la Hyderabad
Station es bastante buena y nuestro tren ya estaba en el andén cuando llegamos.
Entramos a buscar nuestro coche y tomamos posesión de nuestros asientos. Bueno,
camas más que asientos, pues habíamos elegido Sleeper Class sin aire acondicionado, una opción económica para
pasar 11 horas de viaje con alguna comodidad.
Como siempre, nada es como te lo
esperas. Los compartimentos no eran tales, solo un montón de literas plegables
puestas unas en frente de otras. De todos modos, pusimos nuestro pequeño equipaje
en las camas y nos sentamos en la de abajo, dejando la de en medio plegada. Era
pronto y no teníamos muchas ganas de dormir.
El tren era viejo, sucio y
maloliente. Las ventanas no tenían cristales, sino unas rejas roñosas. Junto a
la mía se podía leer un diagrama con las instrucciones para retirar los
barrotes y salir de allí y aunque el paso 5 era “Save your live”, a mí me quedó bastante claro que como tuvíesemos
que salir por allí, estábamos aviados.
No es que a mí me de por pensar en
esas cosas, pero ese mismo tren había sufrido un aparatoso accidente unas
semanas antes, en el que habían muerto varias personas. Pero bueno, como les
dije a Lars y Alexa, eso hacía que estuviésemos completamente salvados: ¿Qué
posibilidad hay de que ocurra el mismo accidente dos veces seguidas?
¡Imposible!
En medio de una conversación tan
sesuda como estas reflexiones, nuestros vecinos decidieron que querían dormir,
así que nos pidieron que apagásemos la luz y dieron a entender que calladitos
estábamos más guapos. Yo me fui a la cama en ese momento, es decir que adopté
una posición horizontal y empecé a rezar para que las dos literas que se
balanceaban sobre mí no cediesen.
En el tren hacía un tremendo
calor, pero gracias a las ventanas abiertas, cuando la locomotora alcanzaba una
buena velocidad, entraba una brisa fresca que mejoraba la temperatura y
enmascaraba el hedor del vagón. Luego está el traqueteo, aunque yo me libraba
del 60% al estar en la cama de abajo. Pero lo peor era cuando nuestro tren se
cruzaba con otro: el consiguente terremoto y los silbatos de ambos trenes
soltando decibelios parecía una escena de alguna pelicula de terror.
La verdad es que estar 11 horas
metido allí, con el calor, el ruido y teniendo mi mochila como única almohada
fue una tortura. Al menos yo no tengo talla de jugador de baloncesto como Lars
y Alexa, que casi no cabían en su catre. Por eso, cuando el interior del
vehículo empezó a iluminarse con la luz del amanecer, plegamos nuestras camas y
nos pusimos a departir para ver si las horas restantes de trayecto se hacían
más cortas.
El tren se paraba cada dos por
tres en los múltiples pueblecitos de aquella “meseta castellana con esteroides”
y palmeras por la que viajábamos. En ellos se podían comprar samosas desde las
ventanillas y entraban mendigos a ver lo que podían sacar usando armas tan
diversas como la mala leche o los monos amaestrados.
Tras mil y una paradas, llegamos a
Hospet, el pueblecito aledaño a Hampi desde el que tomaríamos un rickshaw hasta nuestro destino. De hecho,
nada más salir del tren, un joven y dicharachero conductor se abalanzó sobre
nosotros atraído por el pálido brillo de nuestras ebúrneas pieles.
Lars negoció con él un precio
cerrado para que estuviese a nuestra disposición durante el fin de semana y consiguió
lo mismo que mis amigos nos habían asegurado que era justo. Así que todos
contentos: nosotros tres y Michael Jackson, que fue el nombre que nos dio el driver para identificarse.
Decidimos ir primero a nuestro hostel, el Shanti Guest House. Michael enseguida
nos dijo que esa casa de huéspedes había sido destruida por un desastre natural
que había azotado Hampi hace unos meses. Alexa le aclaró que nuesto Shanti
estaba al otro lado del río, no en el pueblo. Pero para Mike eso no cambió
mucho la situación, porque según él el río estaba muy crecido por las llúvias y
era imposible cruzarlo. Nos recomendó encarecidamente alojarnos allí, en
Hospet.
A mí todo eso me sonaba a la madre
de todas las milongas. Sospechaba que Mike era un Smooth Criminal así que propuse que, de todos modos, nos
acercásemos al río a ver cómo estaba la cosa. De este modo, nos montamos en el
pequeño auto y recorrimos la escasa
distancia que nos separaba de Hampi.
Por el camino, además de templos
que parecían decorados de Euro Disney, pudimos ver que aquello estaba más seco
que la mojama, con lo que la historia del señor Jackson iba perdiendo peso poco
a poco.
Cruzamos un arco que nos daba la
bienvenida a la ciudad sagrada de Hampi y al poco nos dio otra bienvenida un ramdom guy que paró a Michael y nos
pidió 10 rupias como “cuota turista” para acceder al complejo monumental. Puede que fuese mentira, pero ponerte a
discutir por 10 rupias sería demasiado ridículo.
Cruzamos así el pueblo que, en
efecto, parecía sacudido por una catástofre natural reciente. Varias zonas
estaban destrozadas y se veían los cadáveres de antiguas casas de huéspedes,
academias de yoga, etc. No todo lo que decía Michael era mentira, pero al
llegar al río vimos que lo de la crecida sí que era bullshit.
Él no se inmutó ante las evidentes
pruebas de su falacia, se limitó a decirnos dónde se tomaban las barcas para
cruzar el río. Pensé que se iba a poner a cantar “I´m bad” en plan chulillo, pero estaba demasiado preocupado por si
cambiábamos de opinión sobre sus servicios. Le tranquilizamos y le dijimos que
nos esperasea allí. Es lo bueno de no venir con Hitoshi, que le hubiese mandado
al séptimo infierno después de hacerle un Hadouken.
Nos alejamos de nuestro timador
particular y nos acercamos a los timadores municipales: los barqueros. Una
cuadrilla de indios gobernaba un par de lanchas motoras que cruzaban a la gente
el escueto y no muy caudaloso río. Al llegar a la orilla una de las barcas se
disponía a cruzar el río, pero nos dijeron que no podíamos subir. Esa salió
pitando mientras los barqueros de la otra se pusieron a echarse la siesta a la
sombra de un templo cercano. La cara de tontos que se nos quedó fue antológica.
Les preguntamos a los sufridos
operarios que cuándo salía la siguiente barca. Respondieron que cuando hubiera
más gente para cruzar, al menos unas diez personas, y eso podía tardar una
media hora. Nos ofrecieron una alternativa, eso sí: subir en una balsa precaria
en la que bogaba un famélico quinceañero. Era una especie de bowl de un metro de radio hecho de
chamizo y chapapote. Su base estaba inundada y parecía encontrarse a punto del
colapso.
Lars quería probar, mientras que
Alexa quería cruzar el río saltando de roca en roca. Yo les dije que ni me iba
a montar en el “barquito de cáscara de nuez” ni iba a hacer el Goku, por poca
corriente que hubiese. Les convencí para ir directamente a los templos, pero
cuando hicimos el primer ademán de largarnos los barqueros cobraron vida de
nuevo y dijeron que nos llevaban. Pagamos 15 rupias por barba y llegamos a la
otra orilla, a la zona que llaman la isla.
No es tal isla ni mucho menos,
pero la llaman así porque con las crecidas se queda incomunicada. En realidad
es una zona rodeada de campos de arroz y saturada de guest houses. En
temporada alta hay una superpoblación de
turistas que convierten a esta “ínsula de Barataria” en un lugar muy animado.
Pero eso es en temporada alta. Cuando fuimos nosotros las tiendas estaban
cerradas y la calle (solo hay una que merezca tal nombre) estaba desierta.
Nuestro hostal estaba al final de
la rue, con lo que tuvimos que recorrer aquel pueblo casi fantasma. Una mujer
nos intentó llevar a su restaurante y un siniestro tipejo nos ofreció
marihuana, pero nadie más nos salío al paso hasta llegar a la Shanti Guest
House.
Allí, un indio salío corriendo (¡CORRIENDO!)
a recibirnos. Alexa había reservado las habitaciones por 600 rupias cada una,
pero decidimos hacernos los suecos y ver cuánto nos pedían. Como nos pidieron
justo la mitad nos quedamos bastante contentos.
Nuestros aposentos eran unos
coquetos bungalows con un porche en
el que en viento mecía una cama-columpio. Dentro tenían una inmensa cama con
dosel-mosquitera que parecía sacada de Memorias
de África. Todo estaba bastante limpio… para ser India y aunque al parecer
tenía que compartir el baño con una salamanquesa y una rana, me gustó bastante
el lugar.
Estábamos en medio de un
jardincito de estilo tropical rodeado de casetas de chamizo con vistas a los
arrozales, donde podías comer recostado en cojines. Bueno, no se puede pedir
más por 4´20 euros.
Tras hacer el check-in y dejar nuestras cosas, volvimos al río para empezar
nuestra visita turística. En la orilla, un hombre nos pidió el dinero para las
barcas, aunque después de dárselo los barqueros decían que teníamos que esperar
una media hora o tomar la cáscara de nuez. Insistían una y otra vez en que no nos estaban pidiendo más dinero lo
cual me recordaba a la vieja canción: “Al pasar la barca me dijo el barquero:
los niños blanquitos pagan más dinero.” Pero esta vez nos pusimos un poco
farrucos y nos pasaron sin más tonterías.
Michael Jackson estaba tomado una
siesta en su rickshaw, un pequeño ejemplar adornado con un toldo en que se
leía, cómo no, “Rockstar”. Le despertamos lo más amablemente que pudimos
y en cuanto se quitó las legañas se dispuso a conducirnos hacia las maravillas de
Hampi.
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